EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES (o del pacto, el feminismo del zasca y otras pequeñeces)
Por Cristina Hernández
Doctora en Estudios Filológicos
Hoy vengo a hablar de grandes cosas que parecen pequeñas. Y ahí tenemos el pequeño gran tema de la semana: el pacto. Hay políticos (y políticas) en Melilla que sufren el síndrome de Norma Desmond, la protagonista de Sunset Boulevard (en España, El crepúsculo de los dioses, 1950), salvo que aquí tenemos más “crepúsculo” (decadencia, ocaso) que “avenida de las estrellas”. Cosas de la urbanística de los últimos 20 años, supongo. Por si no recuerdan la magna peli del magno Billy Wilder, una diva del cine mudo en puro declive, que no acepta el rinconcito del olvido que Hollywood le ha deparado, hace una especie de “pacto” con un joven guionista en ciernes. Pese al extraño pacto del que se pueden beneficiar ambos, todo el mundo sabe cómo acaba la cosa, aunque no haré “spoiler” por el momento. Lo que me interesa es este breve diálogo entre Joe Gillis, el atractivo guionista, y Norma Desmond, la vieja gloria: —Joe Gillis: Usted es Norma Desmond. Salía en las películas mudas. Era usted grande. —Norma Desmond: ¡Soy grande! Son las películas las que se han hecho pequeñas. Ahí tienen el síndrome de Norma Desmond en todo su esplendor. En efecto, mi querido y minoritario lector (en colectivo neutro, no se confíen): hoy la cosa va de grandes temas que al principio parecen pequeños. O, en el latín del César, “de parvis grandis acervus erit” (“de cosas pequeñas se nutren las grandes”), si bien la cita es un emblema atribuido a un poeta alemán.
Ya hablaré otro día del arte de la emblemática y de su paupérrima aplicación por parte de la suburbia política. Hoy toca hablar de cosas grandes (y de algunas pequeñeces). Qué grande era Umberto Eco. La mayoría (aunque sea una minoría) lo conoce más por ser el autor de la magna novela en la que se inspira la magna película en la que el magno ex-007 Sean Connery interpreta a un no menos magno franciscano sherlockiano. Pero la minoría (menor incluso que la minoría anterior) alabamos al piamontés por haber conquistado el Cielo de la Semiótica antes de su fallecimiento en 2016 con otras pequeñeces. Según Eco, quienes se aventuren en la magna empresa de escribir tienen que ser muy conscientes de la importancia del “Lector Modelo” (en neutro, recuerden). Un Lector Modelo es quien permite que tu texto no sea un “flatus vocis”, que nada tiene que ver con las flatulencias, aunque haya discursos (escritos y orales) que se acerquen peligrosamente a la categoría de regüeldo verborreico. No. Un Lector Modelo es quien sabe leer lo que queda entredicho, lo no-dicho y lo dicho barrocamente; es quien completa los espacios en blanco y se precipita en las sutiles grietas que deja abiertas quien escribe. Y quien escribe debe hacerlo como un estratega, previendo en su Lector Modelo unas experiencias y unas competencias mínimas para recuperar lo que verdaderamente se pretende decir.
Menuda chapa nos está soltando esta mujer, se dirán. Bueno, la verdad es que todo esto viene a colación de un consejo recibido por mi querido Pepe: “Cristi, eres demasiado indirecta.” Y así es. Salvo raras excepciones, las personalidades a las que aluden mis torpes y pedantes textos permanecen siempre innominadas, ya lo dije el otro día, como la criatura de Víctor Frankenstein de Mary Shelley (hija de una feminista a quien nunca se le hubiera ocurrido caer en la ordinariez del “feminismo del zasca” y atacar a otras mujeres -aunque fuesen sus rivales-, porque entendía el significado verdadero del feminismo y del valor incalculable de la unión entre todas). A mí, este “feminismo del zasca” me entristece y me preocupa.
Se lo explico. Cuando se ocupa un lugar destacado (sea cual sea, pero más aún si para ese lugar te ha elegido la ciudadanía), de ti se espera que trabajes por los grandes temas que le preocupa a esa misma ciudadanía y no que pierdas el tiempo en arremeter contra otras féminas, nos gusten o no ellas. Feminismo hubiera sido acordarse de las numerosas melillenses desempleadas, de las niñas sin recursos para estudiar en tu ciudad, de las trabajadoras transfronterizas que aliviaban tantos hogares, de las denuncias por maltrato que han crecido en estas semanas en Melilla, de la defensa de los centros escolares de la ciudad que representas cuando son criticados por coeducar, de condenar las manifestaciones sexistas de algunos políticos, incluso los de tu propia tribu, entre otras “pequeñeces” que en realidad son graves preocupaciones.
Porque el “feminismo del zasca” no es feminismo. Y mucho menos cuando se arremete utilizando la vida privada de otras mujeres (sea el estado sentimental, la situación familiar, la creencia religiosa, el aspecto físico o cualquier elemento ajeno a lo público). Feminismo es otra cosa. El feminismo es algo que parece muy pequeño, cotidiano y casi anónimo, pero que en verdad es muy grande cuando se entiende y se practica bien. Feminismo es, por ejemplo, olvidarme de que existe un abismo ideológico entre tú y yo e invitarte un día a un café para hablar, de mujer a mujer, con interés, pedagogía y humildad, de las mujeres en general, de la coeducación en particular y, sobre todo, del futuro de nuestra ciudad, de nuestros jóvenes, en quienes no debemos seguir sembrando más semillas de violencia y desigualdades. Y cuando digo lo del café, lo digo de verdad.
Recurrir al “feminismo del zasca” (que nada tiene de feminista) es muy sencillo. Lo puede hacer cualquiera. Con estudios y sin estudios. Con experiencia y sin ella. Con educación y con mala educación. Pero siempre se hace con mucha mala leche y muy poca seriedad. Lo difícil es sentarse a dialogar con quien difiere de ti, pero dialogar en el sentido de intercambio y retroalimentación. Y con ganas. Lo difícil es renunciar a la autocomplacencia (que es una pequeñez) en pro de un beneficio mayor para todo el mundo. Es difícil, claro. Sé que es difícil aprender de otras personas (y más si algunas de ellas están en nuestras antípodas ideológicas) y, en cambio, qué sencillo resulta conformarse con el aplauso falaz y gratuito de la misma tropa a la que se pertenece. De lo que habría que alegrarse es de cuando te aplaudan tus contrincantes. Ahí sí. Por supuesto, es toda una tentación deleitarse en escucharnos a nosotras mismas en bucle, ad infinitum y sin dejar espacios en blanco. Pero las tentaciones pueden vencerse. Solo hay que querer compartir un café. No se hace tampoco de la noche a la mañana. Exige tiempo y vocación. Y muchas ganas. Y siempre a largo plazo, como la docencia.
A mi alumnado siempre procuro enseñarle la teoría y la práctica de la sororidad: la auténtica alianza entre mujeres (y con hombres también, porque no excluimos a nadie) para un mundo mejor. Y es que nuestra juventud, de la que ya hablé hace unos días, necesita ese mundo mejor y más grande. No les podemos dar solo las pequeñeces de la vida. Y si unos jóvenes en ebullición adolescente (chicos y chicas y lo que quieran) son capaces de entender perfectamente lo que significa la sororidad, ese pacto o unión por un mundo más humano, más humanitario y más humanista, ¿por qué no somos capaces de entenderlo la gente adulta? ¿Qué nos pasa? ¿Sabremos estar a la altura de las circunstancias y dejar la cómoda bajura? Esto es lo que hay. El pacto sororario es el único pacto que a mí me interesa. Y solo me interesarán las propuestas políticas que se dispongan, honestamente y sin contradicciones, a trabajar por hacerlo de verdad. Ahora bien, un pacto alimentado por la desesperación, la ambición y la autocomplacencia va a terminar igual que el protagonista de la película de Wilder: flotando en una piscina y boca abajo. Pero a lo mejor estoy sobrevalorando al Lector Modelo al que destino este torpe y pedante texto y no se dará(n) por aludida(s) y, por tanto, no entenderá(n) lo que quiero decir ni mucho menos compartiremos un café.
¡Ay, si es que tienes razón, querido Pepe! Soy demasiado indirecta. Pero la culpa es de Umberto Eco y de su maldito erotismo semiótico. Qué le vamos a hacer.